martes, 20 de diciembre de 2011

Poder y género

En cuanto al poder, éste no es una categoría abstracta; el poder es algo que se ejerce, que se visualiza en las interacciones (donde sus integrantes las despliegan). Este ejercicio tiene un doble efecto: opresivo y configurador, en tanto provoca recortes de la realidad que definen existencias (espacios, subjetividades, modos de relación, etc).




Dos acepciones surgen con la palabra "poder": una es la capacidad de hacer, el poder personal de existir, decidir, autoafirmarse, requiere una legitimación social que lo autorice. Otra, la capacidad y la posibilidad de control y dominio sobre la vida o los hechos de los otros, básicamente para lograr obediencia y lo de ella derivada; requiere tener recursos (bienes, afectos) que aquella persona que quiera controlarse valore y no tenga, y medios para sancionar y premiar a la que obedece.

En este segundo tipo de poder, se usa la tenencia de los recursos para obligar a interacciones recíprocas, y el control puede ejercerse sobre cualquier aspecto de la autonomía de la persona a la que se busca subordinar (pensamiento, sexualidad, economía, capacidad de decisión, etc).

La desigual distribución del ejercicio del poder sobre otros u otras conduce a la asimetría relacional. La posición de género (femenino o masculino) es uno de los ejes cruciales por donde discurren las desigualdades de poder, y la familia, uno de los ámbitos en que se manifiesta.

Esto es así porque la cultura ha legitimado la creencia en la posición superior del varón: el poder personal, la autoafirmación, es el rasgo masculino por antonomasia. Ser varón supone tener el derecho a ser protagonista (independientemente de cómo se ejerza ese derecho). La cultura androcéntrica niega ese derecho a las mujeres, que deberán entonces (si pueden) conquistarlo. A través de la socialización, esto deviene en la creencia generalizada de que los varones tienen derecho a tomar decisiones o expresar exigencias a las que las mujeres se sienten obligadas, disminuyendo su valor y necesitando la aprobación de quien a ellas les exige.

La ecuación "Protección por obediencia" refleja esta situación y demuestra la concepción del dominio masculino. Este dominio, arraigado como idea y como práctica en nuestra cultura se mantiene y se perpetúa por:

- Su naturalización.
- La falta de recursos de las mujeres.
- Uso de los varones del poder de macrodefinición de la realidad y de otro poder que especialmente nos interesa: el poder de microdefinición, que es la capacidad y habilidad de orientar el tipo y el contenido de las interacciones en términos de los propios intereses, creencias y percepciones.

Poder de puntuación sostiene en la idea del varón como autoridad que define qué es lo correcto (Saltzman, 1989). Y la mujer, ¿qué poderes ejerce?: el sobrevalorado poder de los afectos y el cuidado erótico y maternal. Con él logra que la necesiten. Pero éste es un poder delegado por la cultura androcéntrica, que le impone la reclusión en el mundo privado.

En este mundo se le alza un altar engañoso y se le otorga el título de reina, título paradójico, ya que no puede ejercerlo en lo característico de la autoridad (la capacidad de decidir por los bienes y personas y sobre ellos), quedando sólo con la posibilidad de intendencia y administración de lo ajeno.

Pero además característico de los grupos subordinados, centrados en "manejar" a sus superiores haciéndose expertos en leer sus necesidades y en satisfacer sus requerimientos, exigiendo algunas ventajas a cambio.

Sus necesidades y reclamos no pueden expresarse directamente, y por ello se hacen por vías "ocultas", quejas, distanciamientos, etcétera. Estas situaciones de poder (que desde la normativa genérica desfavorecen a las mujeres) suelen ser invisibilizadas en las relaciones de pareja, llevando a la creencia de que en ellas se desarrollan prácticas recíprocamente igualitarias y velando la mediatización social que adjudica a los varones, por el hecho de serlo, un plus de poder del que carecen las mujeres.

Si bien no todas las personas se adscriben igualmente a su posición de género, y aunque el discurso de la superioridad masculina está en entredicho, el poder configurador de la masculinidad como modelo sigue siendo enorme.

Aun las creencias ancestrales oscurecen las injusticias, aplauden las conductas masculinas y censuran a la mujer que asume otras competencias. Estas premisas planteadas no son fácilmente aceptadas, ya que implican un desafío a lo "dado", y son aun menos aceptadas por los varones, en tanto ponen al descubierto las ventajas masculinas en relación con las mujeres y obligan por ello al consiguiente dilema ético de cómo posicionarse frente a esta injusta situación, que por otra parte se encuentra en la base de la socialización masculina.

Por ello, aun en el tema poco abordado de los varones en terapia, las personas que se han ocupado de él son en general mujeres (Bograd, 1991; Erickson, 1993). Los varones se han ocupado más de abordar los "costos" de la condición masculina (Meth y Pasick, 1990), si bien algunos -principalmente abordando a varones violentos- han incluido estas premisas.

Para estos trabajos, la comprensión de la construcción de la identidad masculina y sus modos de relacionarse se revelan como indispensables.

Los micromachismos, llamo así a las prácticas de dominación masculina en la vida cotidiana, del orden de lo "micro", al decir Foucault, de lo capilar, lo casi imperceptible, lo que está en los límites de la evidencia.

Decidí incluir "machismo" en el neologismo que creé para definir estas prácticas, porque si bien no es un término claro (en tanto designa tanto la ideología de la dominación masculina como los comportamientos exagerados de dicha posición), alude, en el lenguaje popular, a una connotación negativa de los comportamientos de inferiorización hacia la mujer, que era lo que quería destacar en el término.

Se trata de un amplio abanico de maniobras interpersonales que realizan los varones para intentar: - mantener el dominio y su supuesta superioridad sobre la mujer - reafirmar o recuperar dicho dominio ante una mujer que se "rebela" por "su" lugar en el vínculo - resistirse al aumento de poder personal o interpersonal de una mujer con la que se vincula, o aprovecharse de dichos poderes.

Son microabusos y microviolencias que atentan contra la autonomía personal de la mujer, en los que los varones, por efecto de su socialización de género son expertos, socialización que, como sabemos, está basada en el ideal de masculinidad tradicional: autonomía; dueño de la razón, el poder y la fuerza, ser para sí, y definición de la mujer como inferior y a su servicio.

A través de ellos se intenta imponer sin consensuar el propio punto de vista o razón. Son efectivos porque los varones tienen, para utilizarlos válidamente, un aliado poderoso: el orden social, que otorga al varón, por serlo, el "monopolio de la razón" y, derivado de ello, un poder moral por el que se crea un contexto inquisitorio en el que la mujer está en principio en falta o como acusada: "exageras" y "estás loca" son dos expresiones que reflejan claramente esto (Serra, 1993).

Destinados a que las mujeres queden forzadas a una mayor disponibilidad hacia el varón, ejercen este efecto a través de la reiteración, que conduce inadvertidamente a la disminución de la autonomía femenina, si la mujer no puede contramaniobrar eficazmente.

Su ejecución brinda "ventajas", algunas a corto, otras a largo plazo para los varones, pero ejercen efectos dañinos en las mujeres, las relaciones familiares y ellos mismos, en tanto quedan atrapados en modos de relación que convierten a la mujer en adversaria, impiden el vínculo con una compañera y no aseguran el afecto, ya que el dominio y el control exitoso sólo garantizan obediencia y generan resentimientos.

Aun los varones mejor intencionados los realizan, porque están fuertemente inscritos en su programa de actuación con las mujeres. Algunos micromachismos son conscientes y otros se realizan con la "perfecta inocencia" de lo inconsciente.

Con esta maniobra no sólo se instalan en una situación desfavorable de poder, sino que buscan la reafirmación de la identidad masculina, asentada fuertemente en la creencia de superioridad.

Finalmente, mantener bajo dominio a la mujer permite también (y éste es un objetivo que se debe trabajar cuando se intenta desactivar estas maniobras) mantener controlados diversos sentimientos que la mujer provoca, tales como temor, envidia, agresión o dependencia.

Puntualmente, estas maniobras pueden no parecer muy dañinas, incluso pueden resultar naturales en las interacciones, pero su poder, devastador a veces, se ejerce por la reiteración a través del tiempo, y puede detectarse por la acumulación de poderes de los varones de la familia a lo largo de los años.

Un poder importante en este sentido es el de crearse y disponer de tiempo libre a costa de la sobreutilización del tiempo de la mujer. Sus más frecuentes efectos, tales como la perpetuación en los desbalances y disfunciones en la relación, el deterioro en la autoestima y autonomía femeninas y el aislamiento y la consolidación de prejuicios misóginos en el varón, se producen con denegación de su causalidad y atribución culposa a la mujer (uno de los micromachismos más frecuentes).

Neutralización, poder de microdefinición, normativa genérica, falta de recursos de las mujeres, aspectos todos que avalan estas prácticas y que no podemos tampoco desconocer si queremos desactivarlas.

Quizás uno de los mecanismos más férreamente consolidados en el sostenimiento de éstas, como de otras que conducen al racismo, la xenofobia o la homofobia, sea el de la objetificación. La creencia de que sólo algunos varones (blancos) heterosexuales tienen el status de persona permite percibir, en este caso, a las mujeres como "menos" persona, negándoles reconocimiento y justificando el propio accionar abusivo (Brittan, 1989). Pero adentrarnos en esto excede en mucho el objetivo de este trabajo en el que sólo intento visibilizar los micromachismos

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy interesante el artículo